lunes, 23 de abril de 2018

La impunidad de los diputados tiene su fuerza en el sistema de circuitos electorales y en su juzgamiento por la Corte Suprema

El cúmulo de fueros y privilegios de los que gozan los diputados los ha convertido en figuras intocables. Tal poder los ha colocado en una posición de impunidad y de beneficiarios de prebendas que facilitan sus actos de corrupción, su desprecio por la ley, y su condición de intocables.

Pero, ¿dónde radica el sostén de ese mal? Nada más y nada menos que en la forma de elegirlos, a través del sistema de circuitos electorales, y en la disposición constitucional que reserva a la Corte Suprema el investigarlos y procesarlos. Allí, principalmente, tiene su fuerza y su origen la impunidad y la corrupción de las que un buen número de ellos hace gala.

La manera en que se conciben los circuitos electorales es, en gran medida, la causa de los males políticos que afectan a los miembros del órgano legislativo. Los artículos 147, 150 y 155 de la Constitución Política de la República de Panamá son la clave para comprender esa situación. Al dividir en tantos circuitos electorales a un país pequeño como el nuestro, se crean feudos a la medida de los diputados. Y es en función de estos feudos -circuitos electorales- que el diputado actúa y piensa desde la perspectiva electoral. De allí que el mecanismo de las partidas circuitales -disfrazadas o no- le permita hacer o conseguir "obras para su comunidad" y financiarse, velada o abiertamente, la campaña para su reelección. Diputados usurpando las funciones propias de un alcalde, tales como: construcción de campos deportivos, reparación de calles y de edificios públicos, financiamiento de comedores populares, reparto de alimentos y enseres, y otras gestiones similares son cosa común entre los funcionarios legislativos. Un circuito electoral es, pues, a un diputado, lo que representa para un pastor su congregación de fieles, con diezmo incluido. Por eso no es de extrañar que esta práctica se convierta en una vía expedita hacia la corrupción. Cuanto más años permanezca un diputado en el cargo, más riesgo de corrupción experimentará.

Por su parte, el amarre constitucional con la Corte, para que puedan ser investigados y procesados, es un obstáculo para que el brazo de la justicia los alcance. Es en el artículo 155 de nuestra Carta Magna donde se sustenta la impunidad de los diputados. Al establecerse que es el pleno de la Corte el que debe llevar a cabo su investigación y procesamiento, por la presunta comisión de un acto delictivo o policivo, el diputado es beneficiado con un fuero y un privilegio por encima del resto de los ciudadanos. Ni siquiera por una infracción de tránsito o por tirar basura a la calle o hacer ruido puede ser multado. Al mismo tiempo, tal beneficio impide que haya una segunda instancia para el que resulte condenado, en abierta violación a los derechos humanos fundamentales, porque los fallos de la Corte son inapelables. Traducido en la práctica: si los diputados son investigados y procesados por el Pleno de la Corte y, a su vez, los magistrados de la Corte con investigados y juzgados por los diputados, la independencia de ambos -diputados y magistrados- se ve comprometida y crea desconfianza entre los ciudadanos cualquier actuación que permita la continuidad de los actos de impunidad y corrupción, o que dé la sensación de componendas y acuerdos turbios entre los funcionarios judiciales y los legislativos. 

Si queremos poner fin al andamiaje en que se sustenta la impunidad de los diputados, a través de una Asamblea Constituyente, debemos acabar con el sistema de circuitos electorales vigente y con el amarre que se les ha dado a los diputados con la Corte Suprema, en cuanto a su investigación y procesamiento. Los diputados deben ser elegidos por provincias. Los diputados deben ser investigados y procesados por el Ministerio Público y los juzgados competentes. Que la Corte cumpla el papel de recibir en apelación las sentencias proferidas por el resto de los tribunales, como corresponde en un estado democrático y de derecho. Ningún diputado merece gozar de fueros, privilegios y prebendas que faciliten la impunidad y la corrupción, y menos aún estar por encima de la ley.

jueves, 19 de abril de 2018

Antes de pedir una constituyente debe tenerse claridad en qué cambios queremos

Hace casi cuatro décadas diversos sectores de la sociedad levantan su voz en pro de una asamblea constituyente en Panamá. Ninguna iniciativa, hasta ahora, ha tenido éxito, salvo la realizada en 1983 bajo condiciones muy particulares del ambiente político de aquel entonces. Actualmente, el clamor por una constituyente se cuenta entre los temas que son tendencia en las redes sociales y en la opinión pública nacional.

A pesar del buen deseo de tanta gente, ese clamor por una constituyente no parece encauzarse hacia una realidad concreta, porque está ausente el elemento de proyecto que le dé cohesión al querer y al sentir de quienes reclaman la constituyente. Por otra parte, la opinión acerca de la constituyente oscila entre dos bandos: los que exigen la constituyente originaria, y los que estarían de acuerdo con una constituyente paralela para ajustarse al orden constitucional. El primer bando emplea un discurso intransigente en cuanto no aceptar otra forma de constituyente que no sea la originaria; el segundo, por su parte, recurre a un discurso más conciliador, pero con claridad en cuanto que sea una asamblea constituyente distinta a la legislativa ordinaria.

Tal ausencia de temas puntuales, de proyecto y de consenso en el tipo de asamblea constituyente es un obstáculo para el éxito de esa empresa. Historicamente así ha sido. Esto, en mi opinión, dificulta e impide la convocatoria real de la constituyente. Y si le sumamos la falta de un liderazgo efectivo para dicho propósito, la posibilidad inmediata de darle al país una nueva constitución por la vía de la constituyente es casi nula.

Como paso previo al llamado de una constituyente, los sectores que la impulsan necesitan definir los principales cambios que deben darse en una nueva constitución. Y dichos cambios deben apuntar, fundamentalmente, a los derechos políticos, la conformación de los poderes del estado, la fuerza del sufragio, y la relación entre los órganos de gobierno.

El modelo político vigente se agotó, porque propicia la práctica electorera, impide el necesario control ciudadano sobre los gobernantes, y es caldo de cultivo para la corrupción política de los partidos y los funcionarios. Necesitamos un mejor equilibrio del ejercicio del poder, una presencia ciudadana más participativa, y romper con los vicios constitucionales que dan pie a la impunidad y a los actos de corrupción. Aquí está el desafío democrático y constitucional.

martes, 6 de marzo de 2018

¿Política o politiquería?

La política es el arte de buscar el bien común a través de acciones y decisiones de los gobernantes o los que pretenden gobernar, fundamentadas en el orden institucional, la ética y el buen manejo de la cosa pública. Así es en esencia, a pesar de las tantas definiciones que se dan de ella. La politiquería, por su parte, es lo opuesto a la política.

Cuando un gobierno, un partido, o un grupo social se compromete a hacer política, lo que busca es el bienestar de la población, nunca lo contrario. Bien ejercida la política es, pues, pieza fundamental para el desarrollo y el progreso de las naciones. Grandes metas pueden alcanzarse con políticos auténticos en su actuar y con políticas claras y definidas en cuanto a la ruta y el método que serán usados para alcanzar las metas que construyan un mejor país y una mejor sociedad.

Pero si los actores políticos dejan de lado la política, para reemplazarla por la politiquería, sus actuaciones devienen en hechos de corrupción que prostituyen el manejo de la cosa pública. La politiquería solo busca satisfacer los intereses de grupo, tanto en la conservación del poder como en el enriquecimiento personal de quienes la practican. La politiquería es una práctica aberrante que se disfraza de política, se justifica en el aparente poder del sufragio, y se envuelve en un manto de legalidad creado a la medida para obtener sus aviesos fines.

El reciente escándalo del manejo de fondos públicos por parte de diputados y representantes de corregimiento, expuesto a la luz por la Contraloría General de la República, es prueba fehaciente de la politiquería que ha reinado en Panamá desde hace décadas. Es el instrumento de dominación del órgano ejecutivo sobre el legislativo, que ha sido utilizado desde la dictadura hasta la actual etapa democrática. Y en el reciente ejemplo se corrobora, sin duda ni empacho, cuál era el precio para que un diputado saltara de partido o apoyara las decisiones del ejecutivo de turno quedándose en su colectivo como diputado rebelde.

Ante tal realidad, es menester una nueva clase de político. De nada vale no reelegirlos, si la matriz de donde salen es una matriz corrupta y podrida. Y esa matriz es la sociedad misma, en general, y los partidos políticos, en particular. Mientras dejemos de hacer el esfuerzo por educar a mejores ciudadanos, a mejores empresarios, a mejores líderes políticos y civiles, seguiremos a merced de la politiquería. Solo habrá cambios y una sociedad nueva cuando tengamos cambios en la población para formar personas nuevas. Necesitamos una revolución moral y ética, una revolución que tienda a formar ciudadanos probos, honestos, respetuosos de la ley y de sí mismos, con valores y principios que sustenten sus actuaciones. Y ese cambio comienza por cada panameño y panameña, en su propia persona, en su hogar, su trabajo y su ambiente social.