martes, 9 de abril de 2019

La sociedad política está en mora con la democratización del país

Nos abocamos a un nuevo ejercicio electoral, el sexto post Invasión, bajo las mismas reglas heredadas de la dictadura militar. Veintiocho años han transcurrido desde entonces, sin que la sociedad política haya sido capaz de darle al país la institucionalidad que lo encamine hacia el régimen de plena democracia prometido hace casi tres décadas.

A lo largo del tiempo hemos experimentado un deterioro progresivo de la vida democrática. Los tres órganos del estado -Ejecutivo, Legislativo y Judicial- viven de escándalo en escándalo. La corrupción los corroe y el equilibrio de poder que debe existir entre ellos cada día está más ausente de la vida política, económica, social y cultural de la nación y de la república misma. Casi todos sus funcionarios son cuestionados a diario; no solo por sus decisiones, sino por lo que es más grave aún: la solvencia ética y moral de sus propias personas. La confianza y la credibilidad en las autoridades y el sistema se pierden a velocidades sorprendentes. Basta tomar como muestra la oferta electoral de las candidaturas a los puestos de elección, para constatar como, período tras período, ha disminuido la calidad del discurso, la propuesta de gobierno, y la capacidad intelectual y política de algunos candidatos. Tanto el método como el sistema parecen ya gastados.

Necesitamos un cambio profundo de las estructuras del estado, que solo puede darse a través de una constitución legítima, que le dé un vuelco al sistema vigente, porque es la vía constitucional la idónea, ya que es ella la que rige el orden de todo régimen democrático.  Y tal cambio no debe ni puede hacerse ajeno a la convocatoria de una asamblea constituyente, sea esta paralela u originaria, según convenga al país. Probar otra ruta sería continuar con un orden constitucional ilegítimo en su esencia, como se constata en el preámbulo de la actual constitución, que fue aprobada por un ente prohijado y controlado por la dictadura militar, huérfano de la legitimidad que solo puede dar el régimen democrático.

Si queremos, realmente, evitar la hecatombe social y política que se vislumbra en el horizonte, es necesario que se ponga fin a la mora que existe en cuanto a la plena democratización del país. Y el camino comienza por garantizar la elección de sus autoridades bajo un sistema confiable, verdaderamente democrático, y libre de los vicios que contiene el actual. Es una tarea impostergable que la sociedad política no debe rehuir. Si ella no lo hace, entonces la fuerza de los acontecimientos nos llevará hacia un destino ignoto, con todos los riesgos y males que eso supone.