jueves, 11 de febrero de 2010

Carnaval por milagro

La celebración del Carnaval capitalino 2010 es la más accidentada de los últimos años. Sin presupuesto ni ruta, hasta la última hora, viene de tumbo en tumbo. Al final, se llevará a cabo, y abrirá la oportunidad de procurarse mejores días.

Como fiesta pagana y vulgar, vale poco; pero como fenómeno cultural, su valor potencial es enorme. Es en este punto donde debemos hacer énfasis. Desde hace más de 30 años el Carnaval se prostituyó. Se apoderaron de él los carros cisternas, la música estridente, el espectáculo vulgar, las tarimas subsidiadas por el erario público que promueven la holgazanería empresarial y alimenta a algunos avivatos, los puestos de venta de bebidas alcohólicas, y la desidia y el abandono que mató las iniciativas que daban paso al ingenio popular expresado en los disfraces y las comparsas. Todo se redujo a una mojadera sin sentido, disfrazada de “culecos”, y a la libación de alcohol, hasta la inconsciencia, que incita al desenfreno.

Las improvisaciones y otros actos sin sentido, lo han rematado hasta reducirlo al pobre espectáculo actual. Ya el rey Momo ni suena ni truena. Al morir Juan Alvarado Carbone, quien le dio vida al personaje por décadas, se acabó la mística. Otro personaje popular del Carnaval panameño, Domitila, una morena campesina que es figura tradicional, también la han zarandeado de acá para allá. En un tiempo la casaron con Tiburcio y, luego de unos años, volvió a salir sola. No sabemos si lo mandó a rodar, o enviudó. Después regresó el mentado Tiburcio, y volvió a desaparecer para siempre. Entretanto, Domitila pasó a ser personaje de tercera categoría. ¡Qué lejos están los tiempos en que algún hombre, ducho en el baile de la murga, la movía con alegría y le hacía menear sus trenzas, ganándose el aplauso de la multitud que presenciaba el desfile. Ni hablar de las comparsas, cuyos miembros, bien ataviados y luciendo un vestido diferente cada día, derrochaban alegría al compás de la batería de percusión que acompañaba sus cantos.

Ya el Carnaval no vale un real. Se perdió el ingenio, la gracia, el esmero. Salvo algún destello que relampaguea por la avenida, nada es digno de ver. Se camina entre las toldas de venta de chorizo, hamburguesa y gaseosa. Se perdió el Carnaval, y no existe justificación para lo que vemos hoy.

Todo eso tiene que acabarse, si queremos que el Carnaval valga la pena. Es necesario crear un estatuto de celebración de fiestas populares, que incluya otros momentos festivos, para promover la cultura y el turismo nacionales, y que promueva la participación de todas las edades en un ambiente sano y edificante. Algo que sea muy diferente al bodrio de la juerga carnavalera actual.

Es preciso separar bailes, desfiles, presentaciones artísticas, venta de bebidas y comidas, culecos, y otros espectáculos, para evitar mezclarlos y permitir a cada persona escoger el sitio o la actividad a la que quiera acudir. De esta manera se mantiene el orden público con mayor eficacia, y se garantiza el derecho de cada quien a estar en el lugar que le venga bien. Lo que hemos visto en las últimas décadas es un “tutti-frutti” de consumo forzoso, en el que se entremezclan borrachos, delincuentes, pervertidos e impertinentes, con gente que busca distraerse y divertirse sanamente, y que huye del pobre y denigrante ambiente que ve cada Carnaval.

A veces me pregunto cuándo comenzó esta degradación del Carnaval panameño. Esa imagen de mi niñez, con la abundancia de “serpentina y confetti”; de los niños acompañados de sus padres a ver el desfile, sin temor a una riña tumultuaria o una balacera; recuerdos de las reinas, las murgas, los disfraces salidos el humor y el ingenio popular; de las alegres comparsas con sus “colaos” al final de la delegación. Había orden y respeto. Los borrachos eran una plaga, que si se ponían impertinentes eran conducidos ante el corregidor. Nada de puestos de venta de “güaro”, ni obstáculos en las avenidas y las calles por varios días. Acabado el desfile, se limpiaba la vía y se restablecía la circulación y el tránsito.

Y que no me vengan a decir que era otro tiempo, porque el orden y el respeto que infunde la autoridad nada tiene que ver con el tiempo. Que me digan que antes había menos sinvergüenzura y ahora más, lo acepto, lo otro ¡no! Y esta es, precisamente, la diferencia que debemos establecer, si queremos un Carnaval digno de ver.