lunes, 24 de febrero de 2020

EL PROBLEMA NO ES UBER, SINO LA FORMA EN QUE SE MANEJA EL TRANSPORTE SELECTIVO

Una vez más vuelve a escena el tema de las plataformas digitales de transporte, al que comúnmente se le llama caso Uber, por ser la dominante en dicho campo, con las consabidas protestas y amenazas del gremio de taxistas. En el fondo, el reclamo y la intención de éstos persiguen el mismo fin: sacarlas del mercado para mantener el favorable sistema que impera para ellos hasta ahora.

Los concesionarios del transporte selectivo de pasajeros, principalmente los operadores de taxi, ven como enemigas y gran amenaza para su negocio a las plataformas tecnológicas. Como lo han hecho ellos durante años, su actitud es eliminar todo lo que consideren contrario a sus intereses, a través de la presión política y las acciones de fuerza que estén a su alcance. Y, mientras la Autoridad de Tránsito y Transporte Terrestre (ATTT) se maneje como un ente político y siga controlada por ellos y sus similares, ese gremio de concesionarios encontrará el caldo de cultivo perfecto para mantener sus privilegios sectarios.

Ni la autoridad competente, ni el gremio de transportistas concesionarios, parecen entender la revolución tecnológica actual. Más temprano que tarde tendrán que abrir los ojos a esta realidad. Las plataformas tecnológicas se impondrán a medida que el país se adapte a ellas y se hagan populares. No hablamos solamente de Uber y otras del campo del transporte, sino de las que van más allá de ese tema, como: la banca electrónica, las compras por internet, los servicios de entrega a domicilio y el trabajo desde la casa, entre otras. Todas están concatenadas y afectarán, en proporcional medida, al sector transporte.

En este último aspecto, el servicio de transporte selectivo de pasajeros se ha quedado tecnológicamente atrás; más por testarudez que por falta de acceso a las tecnologías. Para sus dirigentes es difícil comprender que el problema no es Uber, ni las otras plataformas tecnológicas, sino su necedad por mantener vigente un sistema cavernario, tanto en lo que respecta a su modernidad como a su esencia lucrativa. Recorrer las calles ruleteando para conseguir clientes, cobrándoles tarifas caprichosas, ultrajándolos de palabra e imponiéndoles compartir el taxi con personas desconocidas, es el verdadero enemigo de los concesionarios del servicio selectivo de pasajeros. Olvidan que el usuario busca un servicio eficiente, seguro, a precio justo, y es quien decide que medio de transporte utiliza de acuerdo a sus necesidades y capacidad económica.

Dicho gremio pierde el horizonte al no advertir que la ampliación constante del sistema de metro, el aumento del servicio de entrega de compras a domicilio, y la cultura de tener que salir menos a trabajar a una oficina o a recibir clases en un centro educativo, traerán como consecuencia que el uso del taxi disminuya y pierda su sentido como negocio, tal y como hasta ahora lo conocemos.

Ante la coyuntura actual, la ATTT y los operadores de taxi parecen empeñarse en caminar juntos hacia el abismo. La ATTT debe ejercer su función de regular el tránsito y el transporte terrestre. Ella no está solo para regular el transporte colectivo y selectivo, por lo que debe asumir el resto de sus tareas y sacudirse a los "transportistas" enquistados en su organismo de decisión, porque son ellos los que deben ser regulados y no ellos regular y, porque, además, la presencia de ellos en la ATTT es más producto de la dádiva política que de la experticia.

Por su parte, los concesionarios del transporte selectivo deben procurar abandonar pronto el juegavivo, la explotación inmisericorde del usuario y el anacrónico y pésimo servicio que ofrecen. Tienen que hacer una purga de los maleantes que están entre ellos y que le han dado la mala y bien ganada fama que tienen, adaptarse al uso de las nuevas tecnologías, y garantizar al usuario una tarifa justa y libre de cobros caprichosos, a través del uso del taxímetro o de las aplicación tecnológica correspondiente. De no hacerlo, sus días estarán contados como operadores del transporte selectivo de pasajeros, quedándoles solo la nostalgia y el llanto y el crujir de dientes.

miércoles, 19 de febrero de 2020

De listas negras y paraíso fiscal

La reputación como paraíso fiscal y la constante aparición del país en listas negras y grises nos dan mala fama en la comunidad internacional. Cambiar esa realidad reclama una firme acción del servicio diplomático panameño, el fortalecimiento del sistema de justicia, la eficiencia del engranaje fiscal y mejorar la capacidad legislativa.

Ni la reputación de paraíso fiscal ni la inclusión en aquellas listas son un fenómeno reciente. Es, como bien se sabe en ciertos círculos, una enfermedad de vieja data. Esa mala fama cobró mayor auge desde la creación del centro bancario a principios de los años setenta y, hace crisis, al ampliarse el alcance del delito de lavado de dinero más allá del ámbito del narcotráfico.

Panamá, como país en vía de desarrollo, como se le llamaba en aquel tiempo en que se creó el centro bancario, se vio obligado a plantearse su progreso de acuerdo a las circunstancias del momento. Su posición geográfica, su economía de servicios, y el uso de una moneda fuerte como el dólar, proponían el escenario perfecto. Las leyes de sociedades anónimas, nacidas con la república, y nuestra vocación transitista, facilitaron la tarea. El control de divisas que imperaba en la región latinoamericana, también contribuyeron a la causa del flujo de capitales por el país. Así fue como casi un centenar de bancos, conocidos y desconocidos, se instalaron en el istmo y generaron negocios financieros, asegurándose pingües ganancias con la oportunidad del momento y el imperante sistema fiscal.

Cuando se incorporó al delito de lavado de dinero la evasión fiscal, dichos bancos abandonaron la plaza local y el centro bancario panameño comenzó a introducir prácticas de negocio más acorde con la realidad actual. Pero, la vieja fama mantiene viva, en la mente de los políticos de algunos países, la figura del fantasma de paraíso fiscal del siglo pasado. Y en conjurar el espectro, poco ha ayudado el escándalo de las sociedades anónimas y de los sobornos de transnacionales internacionales, sobre todo de la industria de las mega construcciones, aunado a la actitud de ciertos políticos del patio.

Toda esta aureola de lavadores de dinero, de evasores fiscales, de políticos y jueces corruptos que nos adorna -merecida o no- debemos cambiarla por el bien del país. Es una tarea urgente. Demorar en hacer los cambios nos acarreará una fama peor en la comunidad internacional.

Aunque se han hecho esfuerzos por reformar las leyes, aún queda en pie una estructura que impide aplicarlas con eficacia. Panamá necesita convocar a personas capaces, no solo con la debida experticia profesional, sino con la suficiente solvencia moral y ética, al campo de la administración de justicia, el órgano legislativo, las finanzas del estado, y el servicio diplomático. Las leyes, por sí solas, no harán el cambio sin las personas adecuadas.

Mientras haya diputados con pobre educación, reputación dudosa y propensión al juegavivo y la delincuencia, ni las leyes ni la función fiscalizadora de la gestión de gobierno llenará su cometido. Mientras haya fiscales blandengues y jueces venales o con débil criterio judicial, la justicia no será justicia. Mientras la administración fiscal no enderece el rumbo y siga permitiendo la evasión, el contrabando, el reparto caprichoso del erario en exoneraciones y licitaciones con nombre y apellido, y el ocultamiento de bienes, de poco o nada servirán las leyes de control fiscal que se aprueben. Y, mientras el servicio diplomático sea la dádiva para enriquecer a unos y descanse sobre la base del amiguismo y la improvisación, en detrimento de un servicio exterior profesional y altamente calificado, el nombre de Panamá seguirá a merced de cualquier viento que sople en dirección de la imagen de paraíso fiscal y santuario de lavado de dinero que nos endilgan.

El actual gobierno, al igual que los anteriores, tiene en sus manos cambiar esta historia. El presidente debe empezar por lo que tiene a su alcance: el control fiscal, el servicio exterior y el nombramiento de los altos funcionarios de justicia. Luego, plantearse una reforma real del Órgano Legislativo y del Órgano Judicial, a través de una reforma constitucional dedicada, exclusivamente, a estos dos aspectos, olvidándose de las otras reformas que tiene en mente. Estos son los pasos inmediatos que deben darse, el resto vendrá por añadidura.

De listas negras y paraíso fiscal se escuchará hablar o no, dependiendo de las acciones que se tomen ahora y de la rendición de cuentas, declaración pública de bienes y transparencia que se le exija a los actuales funcionarios de los tres poderes del estado. La suerte está echada.

sábado, 15 de febrero de 2020

Requiem para la reforma constitucional

El intento de reforma constitucional del presidente Laurentino Cortizo parece haber entrado en fase terminal, al verse empujado a retirarlo de la Asamblea Nacional. No es para menos. La poca vocación cívica y pobre cultura política de los diputados predominantes en el Órgano Legislativo dieron al traste con los planes presidenciales. Así las cosas, el proyecto está en estado de coma y se encamina a una muerte inminente.

Las reformas constitucionales se enfrentan a tres obstáculos casi insalvables en el actual periodo de gobierno: el método elegido de dos legislaturas, la actitud de la mayoría legislativa, y el anunciado proceso de discusión y consenso con la participación de las Naciones Unidas como facilitador. Todos ellos con un factor común que juega en su contra: los plazos de tiempo para culminar la tarea.

Con siete meses de gobierno ya consumidos, al presidente Cortizo se le estrecha el tiempo. Convocar a una consulta nacional amplia, con participación de los diferentes sectores sociales, conlleva una planificación y ejercicio que tomará varios meses. La discusión de las reformas, también, y el proceso normal de dos legislaturas le sumarán, al menos, seis u ocho meses más. En total, estaríamos hablando de 18 a 24 meses, más el proceso de referéndum que sumaría otro año, lo que supone un plazo de casi tres años si todo le sale bien al presidente. Dicho plazo, sumado a los 7 meses de gobierno que ya lleva, lo pone a las puertas del período pre-electoral que marca el paso para la elección del nuevo gobierno del 2024.

Ni la ruta del consenso coordinado por las Naciones Unidas, ni la vía de las dos legislaturas le son propicias al presidente Cortizo. La actitud de los diputados, tanto del oficialismo como de la oposición, tampoco le son favorables en su intento de reformar la Constitución. La mejor salida del aprieto es la Constituyente Paralela; cosa que no ha querido desde el principio, pero que ninguno, en su sana conciencia, objetaría, porque sería la vía más democrática que existe y que, en cuanto a plazo de tiempo, es el camino más corto de los hasta ahora andados: unos 18 meses según lo establecido en la actual Constitución.

Como es de suponer, la Constituyente Paralela no le es propicia al presidente, porque le impide controlar el contenido de las reformas, ya que dicha asamblea tiene total independencia para discutir y aprobar las reformas que surjan de su seno. Para él es más fácil controlar o transar con los diputados de su partido que enfrentarse a 60 constituyentes que no se sabe de donde saldrán ni a qué partido o corriente responderán.

Todo indica que en este tema de la reforma constitucional, el presidente está en una encrucijada. Tiene una promesa de campaña que cumplir, por un lado, y, por el otro, el tiempo y la actitud de los diputados de su alianza son un obstáculo para sus planes. De seguir por el camino que ha elegido, lo más probable es que el proyecto sucumba y quede, como en los otros intentos, sepultado por la fuerza del calendario o por el voto castigo que se le vendría encima en un forzado referéndum plagado de innumerables reformas y la carga del desgaste propio de un gobierno que alcanzó el poder con casi un tercio de los votos emitidos en las elecciones de 2018.

Si el presidente Cortizo quiere salvar la cara en este asunto, tiene que presentar propuestas puntuales a la Constitución, que estén orientadas hacia el equilibrio del poder político, la limitación de los privilegios que tienen los diputados, la independencia de los tres órganos del estado, y el fortalecimiento de los gobiernos locales. El resto de los cambios ha de ser materia para una constituyente paralela, que podría hacerse en otro momento si él no quiere dar ese paso. Pero, de seguir el camino que ha elegido, ya puede ir cantando el requiem para su proyecto de reforma constitucional.